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Punto


La calle habría permanecido tan silenciosa y lúgubre de no haber sido por el tílburi capotado, de momento, de los Obando. Había causado tal sensación en su llegada a la ciudad que no había persona alguna que no se haya apropincuado a sentir como suyo dicho ingenioso y admirable vehículo. ¡Y es que no era para menos!, una de estas actualísimas máquinas recorriendo la ciudad no era sino una gran sensación. Además, era tan fortuito ver una de estas en la ciudad que , cuando se veía pasar una, se daba casi por sentado que se trataba del tílburi de los Obando. Debido a esto siempre fueron envidiados por la gran mayoría de la ciudad recibiendo mellas, raspones, rajaduras o piedras por la ventana. Los Obando ya estaban acostumbrados. De regreso a lo que nos compete, en tal noche nublada, irrumpía el tílburi como la mejor de las tijeras del alfataye de la ciudad cortando cientos de telas al hilo, o como un afilado cuchillo del carnicero sobre la res. Lo sorprendente es que esa noche nadie percató que el vehículo cruzaba las calles y a pesar del apesadumbrado sonido de las ruedas, éste era casi tácito.

Eugenio había salido con Gangotena, su humilde criado, a una de las típicas reuniones sabatinas a las que tenía por costumbre asistir. Las fiestas de sociedad en este lustro se han incrementado tanto que más conmoción causa una de estas que una misa de 20. De todos modos, aquel sábado habría sido tan normal para ambos como de costumbre en la alta sociedad salvo por el aciago accidente que se mencionará en los renglones finales. Fue una típica reunión; un cigarro cubano por hora, algo de hipocrecía, presunciones y falsa erudición habían sido la tónica de la reunión, sumado esto a un copioso, rimbombante, y exuberante, exquisito, desordenado -sí que lo fue- y lascivo bacanal, como solo en la antigua Roma podría haber ocurrido. Por otra parte, los criados también habían tenido lo suyo, una fiesta de primera aunque casi nada estilizada -en cuanto a qué fumar y de qué hablar, por lo demás había sido bastante mejor, lo advertía el rostro extasiado de todos y cada uno de ellos-. De todos modos, era algo digno de verse, o más bien de disfrutar participando.

La noche se había pasado en un santiamén; entre tertuliar, reir, abrazar y sentir; como un sencillo chasquido, o un beso de despedida. Gangotena sacó su reloj de bolsillo y sugirió salir en el acto, a lo que Eugenio accedió. Gonzálo había sido muy parco y algo distraído ese día, parecía no haber disfrutado de él y de su compañía esa noche. Sin embargo, los acompañó hasta la puerta y se despidió con un emotivo abrazo, y algo más íntimo, del acaudalado Obando. Mientras regresaba a la puerta gritó de espaldas a ellos una sentencia desarticulada. «Punto final, un punto final»- dijo, y posteriormente entró. Parecía haber conjeturado durante mucho tiempo la idea y haberla concluído en este pequeño falso aforismo, quizá guiado por un fatal presentimiento. Los dos no le entendieron y salieron casi despreocupados del asunto hacia el tílburi. El trecho era corto pero la noche apremiaba.

Luego, como un rayo de tormenta de octubre, un balazo cruzó la noche y se estampó... ( ¿Se estampo?... Más bien diría que estalló... sí, casi, así.) en su cráneo. A Gangotena le crujió el pecho, como al recibir un latigazo, y celeremente se apeó del vehículo, lo descapotó y se echo sobre el herido. La sangre le chorreaba, era como una pileta en auge, un ojo de agua, o una de estas modernas tuberías con una pequeña avería. La cara la tenía pintada, como si estuviese en un ritual; tanta sangre había que de solo abrir la boca se habría ahogado. Trato de hablar en su agonía conciliando fuerzas, uniendo letras, comprimiendo ideas. Suspiró, abrió los ojos, sintió mareo, volteó la cara, empezó a hablar "La vida... la vida no es...no es juego...punto. La vida..., en un... punto" y después inmediatamente murió.

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